
Recuerdo mis años de pantalón corto y zapatillas tórtola, de tirachinas y canicas, de flequillo cortado a tazón y dientes mellados. Eran años en los que pasaba mis veranos en El Puente del Arzobispo, en compañía de mis abuelos y mis tías. Años de picias y zalagardas, años en los que cuando no desmotábamos el puente piedra a piedra, era porque machacábamos un melonar. Si, se podría decir que era un niño algo inquieto y que de vez en cuando, solo o compañía de otros, montábamos alguna que otra.
Ahora bien, también he de reconocer, que cuando las hacía en solitario, no me libra nadie de la reprimenda. Pero cuando era iba acompañado, siempre intentaba (he de reconocer que en muchas ocasiones lo lograba) que fuese la compañía la que apencasen con la responsabilidad.
Maneras de mi futura profesión que apuntaban de un modo tan acusado, que mi abuelo Pedro, tenía la sensación de que mis amigos no eran muy de fiar, diciéndome en repetidas ocasiones aquello de “dime con quién andas y te diré quién eres”. A decir verdad, él lo hacía con la intención de librarme de las malas compañías. Pobre hombre, él no sabía que realmente la mala compañía en ese grupo de tres, era yo, causante de nuestras tropelías y líder espiritual de las mismas.
Hace muchos años, que de aquellos tres tan solo veo al del flequillo, en el espejo y cuando se afeita la cabeza. Sin embargo, tengo constancia que a los otros dos no les va mal en la vida. Eran chicos inteligentes, inquietos y con ganas de disfrutar de su niñez, en aquel entonces.
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